La insoportable levedad del Sud (777)

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“Solo lo que es leve puede durar.”
—Milan Kundera, La insoportable levedad del ser

Hace muchos años, cuando trabajaba en publicidad, solía decir que odiaba las cosas que no terminaban. Esos proyectos interminables que, justo cuando parecían haber concluido, regresaban de vez en cuando con nuevos cambios. Haz el logo más grande, reduce una línea ese texto. El tedioso ir y venir de ajustes podía durar meses, y el ansiado momento de dar por cerrada la campaña —para pasar a la siguiente— parecía alejarse cada vez más.

Desde entonces, desarrollé una fobia a la repetición ad infinitum. Resonaban especialmente en mí las palabras de Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, al hablar del eterno retorno y la idea de que incluso los hechos más terribles, si se repitieran, comenzarían a perder su peso. El Terror de Robespierre, repetido mil veces, terminaría por convertirse en una rutina.

Más o menos al mismo tiempo, descubrí, una noche cualquiera, el menú de degustación de Sud 777. Una sucesión de golpes coreografiados al estilo de John Wick, que llegaban uno a uno a la mesa. Sandías, acelgas, mastuerzos y jitomates presentados en formas imposibles y combinaciones improbables. Cocina vegetal mexicana, como Edgar Núñez llamaba a su propuesta, que para mi gusto y mi memoria era un asalto de ideas y sabores sin precedentes.

Pero lo mejor de ese menú es que, una vez terminado, era muy poco probable que volviera a existir. No se puede visitar un restaurante como Sud 777 todos los días, y al cabo de un par de semanas —un mes, con suerte— habría un menú completamente distinto. Una nueva sesión de esgrima sensorial aguardaba, con otros ingredientes, otras técnicas. Pocas veces los golpes se repetían, y eso lo hacía, para mí, irresistible.

Con el tiempo, aprendí a combinar el menú de degustación con algunas anclas del menú a la carta: el fideo seco, la lengua, el pulpo. Pequeños puntos de referencia que hablan de ese otro rostro —el Lado B, que para algunos será el A— que también tiene Sud. Siempre he admirado esa dualidad: ser, al mismo tiempo, el clásico conservador del Pedregal y el rebelde innovador de la escena gastronómica nacional.

Pienso en todo esto, y muchas cosas más, cada vez que me siento a la mesa de Edgar Núñez. En la cocina como acto único. Como algo que, precisamente por no repetirse, adquiere peso. Con el tiempo, he dejado de temerle a lo interminable. A veces, incluso, quisiera repetir una y otra vez ciertos placeres con sabor a aguacate y frambuesas.

Será la edad, probablemente. La mía, por supuesto, porque Sud 777 apenas ha cumplido 17 años y, como siempre he pensado, está en su mejor momento. Muchas cosas han cambiado: desde una remodelación radical hasta la llegada de su primera estrella Michelin, que lo han consolidado como un restaurante casi adulto, más íntimo, más reflexivo.

Y sin embargo, algo se mantiene fresco.

La cocina de alguien que no trabaja para halagar, sino para explorar. Su rebeldía no es estridente. Es callada —tímida, inocente, quizá— pero constante. Se manifiesta en su obsesión por lo vegetal, en su renuncia al confort, en su deseo de seguirse transformando.

En un mundo obsesionado con lo eterno —la fama, la receta perfecta, la lista de los mejores—, Sud 777 apuesta por lo fugaz. Y eso, paradójicamente, lo hace permanecer.

Este restaurante, que cumple 17 años, ha madurado sin dejar de ser joven. Ha alcanzado solidez sin perder su capacidad de mutar. Y eso lo convierte, para mí, en un símbolo de lo que debería ser la cocina contemporánea: irreverente, en movimiento, viva.

Quizá por eso sigo regresando. Porque sé que no regreso al mismo lugar. Porque cada visita es la primera. Y la última.

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